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A principios de Julio entró Gabriel en la vigilancia nocturna de la catedral.

Bajaba á la caída de la tarde al claustro, y en la puerta del Mollete uníase al otro vigilante, un hombre de aspecto enfermizo, que tosía tanto como Luna y no abandonaba la manta en pleno verano.

—Vaya, al encierro!-decía el campanero, agitando sus llaves.

Y después que los dos hombres entraban en el templo, cerraba las puertas por fuera, alejándose.

Como los días eran largos, aún quedaban dos horas de luz cuando los guardianes entraban en la catedral.

—Toda la iglesia es para nosotros, compañero—decía el otro vigilante.

Y como hombre habitua lo al aspecto imponente de la catedral abandonada, metíase en la sacristía como si fuese su casa, abriendo la cesta de la cena sobre los cajones y alineando los comestibles entre candelabros y crucitijos.

Gabriel vagaba por el templo. Después de varios días de encierro aún no se había amortiguado en él la impresión que le produjo ver por primera vez la iglesia solitaria y cerrada. Sus pasos retumbaban sobre el pavimento, cortado á trechos por los