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La ciudad de Dios

de Dios, dador y dispensador de la felicidad, porque ¿á quién debieran consagrarse los hombres por amor de la vida eterna sino sólo á la felicidad, si esta fuera diosa? Y, supuesto que no lo es, sino un don de Dios, ¿á qué Dios sino al dador de la felicidad nos hemos de consagrar los que con piadosa caridad amamos y deseamos la vida eterna, donde se halla la verdadera y completa felicidad? Que ninguno de los dioses que con tanta torpeza se reverencian, y que si no los adoran más torpemente se enojan, aunque se confiesan ellos mismos por espíritus inmundos; que ninguno de estos, digo, sea dador de la felicidad, creo que por lo que Ilevamos relacionado ninguno tiene que dudar; y el que no da la felicidad, ¿cómo podrá dar la vida eterna? ¿Cuál es la causa por que llamamos vida eterna aquella donde hay felicidad sin fin? Pues si el alma vive en las sternas, donde también los espíritus malignos han de ser atormentados, mejor debe ser llamada aquélla muerte eterna que vida; porque no hay muerte mayor ni más temible que aquella donde no muere la muerte; pero como la naturaleza del alma, que fué criada inmortal, no puede existir sin alguna vida, cualquiera que sea, su muerte más infausta es hallarse ajena y privada de la vida de Dios en la eternidad del tormento, de cuya doctrina se infiere que la vida eterna, esto es, la feliz y bienaventurada sin fin, sólo la da el que da la verdadera felicidad; la cual, por cuanto está demostrado que no la pueden dar los dioses que reverencia esta teología civil, por lo mismo, no sólo no se les debe venerar por el interés de las cosas temporales y terrenas, según lo manifestamos en los cinco libros anteriores, pero mucho menos por la vida eterna que esperamos después de la muerte; lo cual hemos probado en este solo libro, aprovechándonos también de las máximas establecidas en los precedentes, y por cuanto suele estar