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La ciudad de Dios

guientemente la libertad, que justamente había de corresponder con esta virtud. De estos principios y del aplaudido amor á la patria procedió lo que el mismo pontífice máximo (escogido por el Senado conformemente por el varón más insigne en bondad) impidió para evitar graves inconvenientes, y fué, que teniendo resuelto el Senado fabricar un amplífico teatro, interesó toda su elocuencia para persuadir que no debía ejecutarse, patentizando á aquel respetable congreso en un enérgico discurso, no era conveniente permitiesen el que se introdujesen paulatinamente en las varoniles costumbres de au patría los deleites, sensualidades y regalos de la Grecia, y menos consintiesen en que una peregrina superfluidad y fausto se estableciese; pues no serviría más que para destruir y corromper el valor y virtud romana. Fué tan eficaz el raciocinio de Nasica, y tanta impresión hizo en los ánimos de los magistrados, que, movidos de sus poderosas razones, proveyeron los senadores que de allí adelante no se pusiesen los bancos ó escaños que entonces solían poner en lugar de teatro y acostumbraban á usar para ver los juegos. ¿Con cuánta diligencia hubiera desterrado Nasica de Roma los juegos escénicos si se hubiera atrevido á oponerse á la autoridad de los que él tenía por dioses y no sabía que eran demonios? Y en caso que lo supiese, creía que primero debía aplacarles con las funciones, que menospreciarles; pues en estos tiempos aun no se había declarado ni predicndo á las gentes la doctrina del Cielo, la que, purificando el corazón con la fe, pudiera enderezar el afecto humano á procurar con humildad las cosas celestiales, librándole al mismo tiempo de la sujeción de los demonios, en que estaba envuelta la humana naturaleza.