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La ciudad de Dios

plejo de acciones criminales y nefandas, y envidiando á los hombres la conversión á su verdadero Dios. De cuyo cruel é impío poder y dominio se libro el hombre, creyendo sinceramente en Aquel que para levantarnos nos dió un ejemplo de humildad tan especial, cuanto fué mayor la soberbia por la que ellos cayeron destronados.

Del número de éstos son no sólo aquellos de quienes hemos ya referido varias particularidades, y otros infinitos de este jaez que han infestado las demás naciones y provincias, sino también de que ahora tratamos, como escogidos para componer el Senado de los dioses, y á la verdad elegidos por la grandeza y publicidad de sus culpas, no por la dignidad y méritos de sus virtudes, cuyos misterios, procurando Varrón reducirlos á razones naturales, buscando como dar un color honesto á las acciones torpes, no acaba de hallar cosa que le cuadre ni convenga, porque las causas que imagina, ó, por mejor decir, quiere que se imaginen, no son causas de aquellos sacramentos, porque si lo fuesen, no sólo éstas, sino también otras cualesquiera de esta especie, aunque no perteneciesen al verdadero. Dios y á la vida eterna, que es la que en la religión se debe buscar úni camente, con todo, dando cualquiera razón de la naturaleza de las cosas, mitigarian algún tanto la ofensa y escándalo que había causado su imponderable torpeza y desvarío, no entendido en la celebración de sus sacramentos, como lo procuró hacer el mismo Varrón en algunas fábulas teatrales ó en los misterios de los temploa, donde no con la semejanza de los templos dió por buenos los teatros, sino antes con la semejanza de los teatros condenó los templos: sin embargo, como quiera procuró aplacar el sentido ofendido y escandalizado con las obacenidades que le causaban horror, dando la razón al parecer de causas naturales.

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