cas. Me le figuro dando los primeros pasos, me le figuro queriendo hablar... le siento después grandecito. Dícenme que es muy guapo, de buena indole, y tan inteligente que causa miedo á los que se encargan de educarle. Luego le siento hombre, y me in- formo de que posee las prendas todas del perfecto caballero: su corazón es generoso, sus procederes nobles, su lenguaje discre- to... Me vuelvo loca de alegría... Allá se me va toda el alma; y cuando procuro conven- cerme de que estoy libre, de que puedo ha- cer manifestación de mis sentimientos y ser dichosa, me encuentro paralizada por el de- ber, por una obligación contraída legalmen- te y santificada por la religión. Ya me tie- nes fuera de mi centro natural, y atada á otro centro que no sé lo que es: ¿legal, arti- ficial? No me atrevo á definir estas cosas... Ni un solo instante me ha pasado por la ca- beza concordar aquello con esto: conozco á Felipe, y sé que no perdona lo que en su cri- 1 terio, reflejo exacto del criterio general, es imperdonable. La magnanimidad es una vir- tud que le viene muy ancha, como la arma- dura de un coloso. Mi marido es de los que celebran culto en los altares de la rutina so- cial y de todo el artificio que nos rodea. A tal extremo llega el fanatismo, que si hu- biera inquisición de esos dogmas él sería fa- miliar primero de ella, y un implacable que- mador de herejes. Resulta, pues, que para poder yo vivir y amar lo que la ley de Natu- raleza me manda que ame, no veo más ca-
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