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B. PÉREZ GALDÓS

lo pensaba no más, hija, y la idea de hacer- lo me estremecía. Cautelosa me retiraba ya, buscando las partes más obscuras del salón rojo, cuando le senti ponerse en pie. ¡Ay, se paseaba!... ¡No, no: salía! Tuve tiempo de es- conderme detrás del piano á punto que apa- recia su figura en el cuadro de la puerta, iluminado por la lámpara del gabinete, y pasó, pasó muy cerca de mí, le vi perfecta- mente á la tenue claridad del salón. ¡Dios mío, qué impresión, qué inmensa pena! Aquel hombre no era Felipe, no era el espo- so mío... ó más bien era él mismo tal como pienso yo que será dentro de veinte años. Pero han pasado veinte años sin que yo lo advierta?... ¿Estaré yo en ese grado de ve- jez? ¿La crisis que atravieso me hace avan- zar de golpe casi un cuarto de siglo? Tanta era mi confusión como mi terror por lo que veía, y no daba crédito á mis ojos. La cabeza de Felipe, que apenas blanqueaba hace quin- ce días, es ya enteramente blanca; su cuer- po, antes arrogante y derecho, se encorva hacia la tierra; su paso es vacilante; se aga- rra á las sillas que encuentra próximas. A la escasa luz, el rostro demacrado, cadavéri- co, me causó tan viva aflicción, que á pun- to estuve de perder el conocimiento. ¡Dios de mi vida, qué lastimosa ruína, qué desmoro- namiento fugaz! Desapareció hacia la sala de armas; le seguí, apoyándome también en los muebles para no dar con mi cuerpo en tierra... Pasó por habitaciones obscuras, por habitaciones mal alumbradas. Iba hacia la $