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DESPEDIDA

—Por qué montaba en yegua? El que lo hacía, nunca llegaba á juez. Cuanto á la carrera... Bah! La llevaba á la fija, y rifaba su pingo en cinco onzas una vez concluido el lance.

El contrario atusaba nerviosamente su bigote, sin responder. Por último el insurrecto montó.

Los rayeros, dos cabos formales que sabían algo de la cosa, ocupaban su sitio, cuadrados militarmente y muy poseídos de su papel. Lerdeando deshacíanse los grupos. Varios oficiales asestaban sobre la pareja sus anteojos. Un coronel fumaba, enhiesto en su mula. En la cinta de la cancha, erguíanse a ratos minúsculas trombas. Algunas matas de pasto medraban sobre el andarivel.

Decreciendo el bochorno, estridulaban ya por las arboledas algunas cigarras. En el horizonte segmentábase el disco solar; y la nube, al rasar su borde se cobreaba ardientemente, exaltándose después en lobregueces de ocre dorado y de colcótar como un pámpano otoñal.

Los corredores, enderezando sus caballos á la pista, aflojaron un poco. Un breve trueno, una polvareda... La primera partida. Éstas se sucedieron, pues el del tordillo, percibiendo la ventaja de su rival, mañereaba. Al fin lo cansaría con sus galopes infructuosos.

El viejo daba changüí de buen grado. Rejuve-