Percibiendo una palabra más distinta, el sargento se volvió en ese instante; preguntó algo, la distancia, el rumbo, con un acento que apenaba. No le contestaron, y él, soliviando resignadamente los hombres, se recluyó otra vez en su silencio.
En desfilada, con la vibración de un birimbao gigantesco, cuatro, seis, diez cóndores cruzaron casi rozándolos. Describieron un vasto círculo, vinieron otra vez en una brusca conversión de diagonales. Un gaucho se refocilaba arrollándose la camisa para que ventearan su costillar baleado. Algo les interesaba en el boquete lleno aún de brumas. Nada se veía en él, pero ya el sol, como una oblea carmesí, nacía entre nieblas de índigo. De oro y rosa bicromábanse los cerros de occidente. Flotaba un olor de aurora en el aire. Sobre la escueta cima de la loma frontera, un buey que la refracción desmesuraba se ponía azul entre el vaho matinal. Por un momento los escarchados ramajes parecieron entorcharse de vidrio. Al fondo, la cordillera overeaba como un cuero vacuno, manchada de ventisqueros. Algún mogote que decoraron como de un muelle encaje efímeras nieves, eslabonaba aquella enormidad con la inmediata serranía. Allá cerca, la masa arrugándose en plegaduras de acordeón, suavizaba su intensidad cerúlea; y el matiz tornábase violeta ligeramente enturbiado