comido toda la carne. La magia siniestra realizábase en ese antro donde la mujer sollozaba aún. Desvestida por las breñas, ensangrentada bárbaramente por el muerto, rodillas y codos llagados por la escofina de la roca, sus cabellos derramados sobre la faz, sentía como si cada sollozo le desarraigara un árbol del corazón.
Vió la trenza sobre el pecho del insurgente, aquella fúnebre seda de su cuerpo que á tal costo rescataba, y el rencor cual un áspero cordial la vigorizó. Un furioso prurito contrajo sus mandíbulas. Allá al alcance de su encono, agonizaba un chapetón malvado. Ah, exprimir hiel sobre su agonía, ahitarse con su desesperación, triturarle los huesos loca de rabia!, de rabia!, de rabia!...
Entonces, representándose á la curandera que despenaba moribundos, atrájolo de un tirón. Contúvose todavía un instante, anegada de fruición ante esa efigie que la luna galvanizaba. Entre sus piernas lo incorporó después, apoyándole la nuca sobre su pecho; hasta le sopló los ojos, que el infeliz abrió, reanimado vagamente. Aferrólo por los hombros al fin, y mordiéndose los labios para no rugirle el alma al rostro, le trozó —¡crac!— el espinazo en una sola retracción.