Bien montado comúnmente, guiaba el fuego en una yegua manca, y acometía.
—Si no compiten, decía al partir, los boto por maturrangos.
Todos se portaban jinetes.
Presentíanlo adivino. Sus caballos le anticipaban secretos de guerra. Y como bravo... ¡el más de todos!
Cierta vez le vaciaron las tripas. Las recogió, enjuagándolas en agua tibia para que el sebo no se le enfriase; las metió dentro. Una vieja le cosió la herida, y él, en tanto, braveaba a rugidos un patético yaraví.
Hombre de familia, muy mesurado de pensamiento y obra, trocábase fácilmente en fantaseador de imposibles. El combate lo apasionaba, sin conmover, no obstante, su reposo. Araba el peligro en amelgas tan profundas, que a cada refriega remachábanle de nuevo los abismales del lanzón. Su táctica apechugaba siempre en línea recta. Designaba al enemigo con expresiones indeterminadas: allá, eso. Muy sujeto de velar tres noches al lado de un herido, preconizaba entre sus soldados locuras heroicas. Cuando alguno sucumbía en el lance enfurecíase con él, le culpaba todo. Después resarcía a la viuda con algún ganado, apadrinaba a los huérfanos. Si alguien aplaudía su acción, lo arrestaba por entrometido.