Aquella narración, excitando a su autora, acababa con dicterios. La ira contra esos moribundos que les puteaban sus madres, insultó:
—Sarracenos pícaros... Godos rancios... Guay!... Así los tragara la tierra con rey y todo!
La puerta medianil dio entonces paso al sargento. Habíalas acechado mientras departían, hasta que esa maldición contra el rey lo indujo á entrar como despegado de la sombra, envuelta en trapos su cabeza, oliendo á sepulcro. Su presencia refrenó todo aspaviento en una inmensa demudación. La llama del candil se estremecía como una pluma que escribe. Una de las hilanderas devanaba con movimiento maquinal. El hombre, apartando con sus piernas las anquilosadas rodillas, asió de los cabellos a la blasfema:
—¡Viva el rey!
Ella, en pie ahora ante ese grito que comportaba un vituperio, encaró al realista, coriácea y vibrante como una verga; y toda la hostilidad de la lluvia y de la noche, todo el ímpetu de las partidas que barreaban el país, replicó por su boca:
—¡Viva la Patria!