cas y mimos; y al día siguiente, aunque emperrado todavía por no recular, concedía lo que le pidiesen.
Halagábanlo sobre todo con proezas, cuanto más fantásticas mejor; y él las retribuía como un presente con francachelas rumbosas. Conocíanle por única debilidad el amor. Pero no le hipotecaba, eso no, sus bastardos al destino. Distribuía á cada uno su plantel de terneros y su rancho decente. Aliviaba a toda la parentela. Luego ¿qué firmeza le resistía? Si fascinaba a la más ducha con sólo requebrarla, si la más altanera se le encariñaba como una palomita al domesticarla en ardorosa premura el magnetismo de su enlabio! Por eso envidó siempre á quiero seguro en el juego del amor.
Allá sobre la cumbre, ya desmontado, abrazaba al grupo en el centelleo de sus ojos. Propendía sin duda á un desagrado; mas, como notara la ausencia de un hombre encaró al sargento, y las cejas se le subieron por la frente, interrogando.
Moviéronse apenas los labios de aquél en un estupor de angustia. Los rocines derrengados, la escuálida tropa, pregonaban el contraste; y escarnecido por su evidencia, afligíalo la luz como un rubor.
La soledad amplificaba rumores. Un relincho