res, con el cobre de sus rostros abrasados por las ascuas y el sol, mientras en la morada disponían otras la mesa del banquete. Una cigarra loca chirriaba como un chicharrón en la copa de los nogales.
Dos jueves después llegaba Carnaval, y por eso ese día se topaban los compadres. Aquellos de la vecina población no tardarían, según lo estaba anunciando el sol ya adulto. En efecto, á poco sintióse tras la loma estruendo de vítores y disparos. La escena cambió instantáneamente.
Una pareja de mozos fué á arrodillarse en la playa frontera, conduciendo un arco triunfal que adornaban figulinas de orejón y rosquetes escalfados de bienmesabe. Las mujeres corrieron á casa, los hombres ajustaron las cinchas.
Ya repechaba el alto la cabalgata de los compadres, agitando por banderolas llamativos pañuelos que se abrían como tajos en la luminosidad del medio día. Palmeándose la boca se vinieron cuesta abajo á la carrera, coronados por los gallardetes y los estampidos de sus trabucos. Entre columnas de polvo sofrenaban sus montados en regates y corvetas. Las explosiones interjectivas desgarrábanse en alaridos; y bajo la polvare-