por ahí andaban. No despicándose ó bandeándose alguno... Así mismo emparejaban en peso; y si su dueño no llevaba alguna brujería...
Éste sonrió. Andaban siempre con ésas, de envidia. ¿No solían achacarle que bajo pretexto de sompesar á los gallos les quebraba las costillas? Pero él no usaba semejantes tretas. Perdía y ganaba por sus cabales, basándose la fe hacia su gallo, no en aceitadas de cresta ni artificios así, sino en la cría del animal y su preparación. Por todo esto, una vez llegada la hora, casi no opinaron ya.
Amontonáronse en silencio, curioseando alrededor de los animales. En dos credos se improvisó la balanza. Una varilla formó el astil, colgando de un extremo la libra de los amasijos, y del otro un cordón cruzado en forma de ocho sobre cuya intersección ahorcajaban el gallo en vilo. El cotejo resultó según se preveía, adarmes más ó menos; viéndose lo mismo en lo tocante á compostura.
Bajo las despuntadas colas aparecían el anca y los muslos implumes, en carne roja adobada por la dieta y la gimnasia. Las patas descogíanse temblorosas de vigor, y las espuelas dejaban sus forros sin una falla. Maduros para la pelea, ardía en sus crestas recortadas la sangre. Como el calor y tal cual cacareo los alteraban, sus dueños les insuflaron agua fresca bajo las alas.