—Doce a cuatro!... Doy usura! Caigan los pijoteros!
Nadie respondía por el guairabo. Su dueño, arriesgando una audacia, gritó:
—Una onza á mi gallo!
Quién iba á topar esa parada loca!... Las fisonomías se taimaron. Y para mejor, el dragoncillo infernal, paliducho aún en los titubeos de la convalecencia, se alzó retrucando:
—Le pago dos riales, velay!
Irrumpieron carcajadas. Desde cuándo le matrerearía en las costuras del tirador esa peseta al pobre... Inicuo habría sido ganársela; pero el interpelado, caliente ya, aceptó.
Algunos notaron, entonces, que de la oreja del juez faltaba casualmente la moneda, y nuevas risotadas estallaron. Él, solemnizándose austeramente, chistó aunque sin éxito, cuando un galope vino á turbar la tranquilidad, refrigerando su escaldadura.
El sobreviviente habló sin apearse, pues traía novedad de bulto. Su perro, allá muy cerca, acababa de parar un tigre. Y como ratificando su aseveración, las ovejas, en polvoroso tropel, vinieron á acarrarse en el mismo patio.
Ultra las protestas del juez, la jugada se desorganizó. En un segundo requirieron caballos y tercerolas; mas, el noticiero ofreció una hazaña.