tiga del temerario, su frente escrita de venas. A cada talonazo, un rayo del sol poniente refucilaba en las argollas de la ación.
La distancia poco excedía ya de un cuerpo de caballo. Acortose más; y fue tal el silencio, que se oyó claramente la voz del juez:
—Peine su gallo!
Se infería el momento, cuando incitan á los gallos pellizcándoles la nuca.
En ese momento, el mozo púsose al alcance de la fiera. Tiró de las bridas... bajó los ojos...
Hendió los aires el consabido zarpazo: mas, á ese tiempo, aflojáronse las riendas —¡hip!— y el caballo arrancó en un envión tan bien previsto que la garra, rozándole las ancas, se enredó en la nudada cola.
Y á la rastra con su fardo salió el jinete campo afuera, pidiendo cancha.
Con el asombro, ninguno enlazó á la fiera, según lo convenido.
—Metan lazo! Metan lazo!, vociferaba el cazador entre la polvareda. Metan lazo!...
Nadie!... Cuando de las casas, á toda furia del caballo, se desprendió uno. Con dos estirones entró en escena, revoleando su lazo; y al abrirse el telón del polvo, el tigre agonizaba ya, contrayéndose como un churrasco que se soasa.