mo una cinta de magnesio, el río. Después el vivac con sus pálidos fogones, dominado á trechos por las orejas de las mulas que rebuznaban á la querencia distante. Alrededor, murallas de bosque y piedra, fundiéndose con la esfumación crepuscular en la transparencia de tenebroso azul que aceraba el cielo. La exhalación de un trebolar sedaba el ambiente. Las púrpuras del ocaso iban trocándose en rubias linfas; decayeron hasta el pajizo, aguáronse del todo, y la tarde adquirió en su blancor una fijeza de estanque helado.
Fue en ese momento cuando las voces, tramando una sorpresa, dijéronse rumbos. El murmullo creció, pues acababa de terciar otro personaje.
—Tengo el plan.
Aquella frase cayó en la creciente sombra, como una piedra. Separáronse las ramas un poco y la luz dio sobre tres caras.
Una lampiña; la segunda con un bigote gris; la tercera con negro cerco de barbas. Grandes sombreros recortábanlas sobre las cejas.
El hombre de la barba era sumamente alto y anguloso; recio el del bigote; el lampiño como un tercio de yerba en el cual arraigaban miembros. Su semblante vacilaba en una vaguedad de esbozo; y a la par del barbado, formaba con él una h.