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AL RASTRO

efundía la luz pulverizaciones de azafrán. Encima, exornando menudos pliegues, desflocábanse copitos de oro claro. Una amarillez sulfurosa entibió aquel matiz. Bajo haces de luz grisácea, un escalón de montaña apareció aterciopelado de tierno verde.

Enrareciéronse más los vapores; simularon sus reflejos, al cambiar sucesivamente de viso, lentos relámpagos. El matiz, primero violeta, refrescóse en azulado; neutralizó en blancuras levemente iluminadas de lila, y enfriose de pronto en una cárdena dividez. El seno de la tormenta coaguló después, semejando hialina carne de uva, delicuescencias de carmín que concentraban, arriba, lóbregas púrpuras. Sesgas barras de sol se desdoraron sobre el valle. Volvió á amoratarse aquel mortecino fuego, y tórridas rubicundeces escaldaron el nubarrón. Una arboleda reavivaba el coloreado ambiente con su masa, en el fondo. La loma de índigo tornasolaba como un buche de paloma, y el horizonte fingía una profundidad de río rosado.

El rastreador, con una mano sobre las cejas, revisó las cumbres. Muy lejos, un grupo de guanacos huía de peña en peña, y este incidente advertía. Por allá andaba gente. Los de la rastrillada, fuera de duda.