Los invasores pernoctaban á poco trecho, en torno de los fusiles empabellonados que descubría con su vislumbre la luna, muy delgada aún y ya próxima al horizonte. Más adelante, el montón de las bestias se movía confusamente; y otra masa inmóvil en el centro de la tropa dormida, denunciaba un carretón que formaba el parque. Los centinelas, vencidos sin duda por el sueño, no erigían en el contorno su avizora silueta.
Uno de los insurrectos se enderezó hacia su caballo que empezaba á olfatear, envolviole la cabeza en el poncho para prevenir incautos relinchos; otro improvisó al suyo, inquieto también, un acial con la manija de su rebenque. Tendiéronse otra vez, llaparon sus mascadas de coca y acomodaron de nuevo los puñales en la vaina, el filo para abajo, de modo que salieran cortando cuando saliesen. Cual más, cual menos, imitaron los otros, y pronto reimperó la inmovilidad. La campaña dormía bajo sus vientres.
Pasó una hora. La luna entróse por fin, y un soplo de aire cosquilleó las nucas de los guerrilleros. Lo esperaban. Era el viento que sopla cuando se pone la luna, y que acudía puntual al reclamo de sus silbidos.
Al primer soplo sucedió uno más sostenido, y otros, y otros. Los árboles murmuraron entre sueños. Rápidamente acentuáronse las vibracio-