turas, insinuó con vergonzante titubeo el crimen de la infidelidad, desasosegándola tanto, que cierto día, después de una conferencia con el caudillo, desapareció sola en el mejor de sus caballos.
Nadie, sino aquél, conocía su ruta ni la clase de mensaje que llevaba. Pero éste era tan grave como su decisión; y dado el tiempo, significaba para el ejército enemigo la pérdida de su base de operaciones.
El humo dilataba ya sobre el ventisquero su densa borla, cuando los chapetones llegaron donde el caminante esperaba. Veíase por el suelo los restos de ramas que surtieran de combustible al fogón, percibíase la brasa mortecina de las yaretas y su sahumerio empireumático corregido por un dejo de ámbar. Aquello era seguramente un ángaro encendido con pérfida intención, pues bastaban dos tizones para el desayuno ó el mate. Dos puntapiés los desbarataron sin una protesta del caminante. Éste, montado aún, seguía masticando en la inconsciencia de su miedo, un diente de ajo que había empezado para no apunarse, al emprender su marcha. Era un muchacho de notable belleza, á pesar del polvo que ensuciaba sus facciones como a designio, su camisa y sus calzones de viejo terliz, sus botas torcidas. A través de la tierra