En las rampas del valle coloríase más aún el viso mineral, cromatando en rojo los ocres y lustrando con grises de bismuto los hollines plutónicos. El cielo azuleaba sombríamente; el aire poníase como quebradizo en su sequedad de vejiga, y la quietud extremábase hasta lo solemne, cuando con brusco mugido la ventolera descendió girando como un trompo demente, aventando la arena á los rostros y espoleando otra vez sus hordas indómitas.
No podían permanecer en ese callejón que el viento arrasaba á porfía; y decidido a concluir de una vez con el mutismo del muchacho, el jefe á quien su donosura interesaba, le alzó el rostro en una cascaruleta:
—Bájate, perillán!
El efecto que estas palabras causaron en aquél, fue tan extraño como su resistencia y su gallardía. Marchitósele la tez, apretáronse sus rodillas en una crispación contra su pobre cojinillo de cordero, y su voz desfallecida de sollozos imploró:
—No, señor, no, señor, por vida suya!...
Sus ojos resplandecían verdaderamente magníficos entre las lágrimas; y así éstas como su voz y la postura que adoptó para suplicar lo afeminaban tanto que uno de los hombres neceó en voz baja un comentario libertino.