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LA GUERRA GAUCHA

había tenido que formar sus convoyes con indios á guisa de acémilas.

La disciplina, como una barra tenaz, emparejaba las voluntades; triunfaban, triunfaban siempre pero la montonera renacía, y á modo de un eslabón de acero se astillaban en centellas sobre ese inrayable pedernal. Poco a poco, entre los abandonados bagajes, fueron dejando la esperanza. Sus triunfos no equivalían a éxitos: eran un modo de morir.

Por esto abandonaban la ciudad con aire tan sombrío. Mientras el suelo hostil se conmovía, brillaba claro el sol. Fogones de alarma encendíanse en los cerros. A lo largo del camino las partidas se concentraban. Percibíase ya un tiroteo en la cabeza de la columna.

A la misma hora, alguien subía al campanario con mucha dificultad al parecer, pues entre pisada y pisada sentíase el rumor de la tropa y los escapes del viento en las ojivas. Los pasos continuaban, interrumpíanse de nuevo, seguían otra vez...

Por último, en el hueco que caía bajo las campanas, asomó un semblante horrendo. Alterábalo una verdosa amarillez que sanguinolentas equimosis veteaban en los pómulos amoratando sus orejas; y únicamente por el hábito podía reconocerse en aquel intruso al sacristán.