sada en cerquillo le cimbraba sobre las cejas. Cariampollado y un tanto prógnata, este rasgo lo asemejaba vagamente á un lebrato y sus ojillos negreaban como granos de piquillín. Traía arañadas las piernas, encostradas las manos, pues al llamarlo su abuela encontrábase junto al arroyo, moldeando en la arena húmeda un hornito sobre su pie.
El viento se colaba por su camisa cuya falda pendía fuera del calzón atado en bandolera. Entró a la cabaña con la mujer cuando el granizo lapidaba ya con fuerza. La acantaleada quincha rezumaba adentro en largas goteras, trepidando con temeroso rumor bajo aquel crústico bombardeo. Por suerte el vendaval refiloneaba apenas la casucha con su potente verberación.
Al fondo del desmantelado interior colgaban madejas de hilos charros. Por una esquina, un tiesto despedía nauseabunda exhalación de orines en que legiviaban añil; y en el tirante envejecían amanojadas raíces junto a una balanza de mates.
Frente a la puerta, sentados en sus monturas, seis hombres consultaban sobre el aguacero. Eran seis chapetones que llegaron ese día indagando por los insurgentes y sus vacas a la vieja, cuyo marido encabezaba una partida. Naturalmente, se dieron contra la pared de asombro vago con que