tro, así como fullero sin hiel para florearse una baraja cuando caía á la carpeta...
Una ocasión lo atacaron cinco Infernales; rompiósele el puñal y no llevaba poncho. De un golpe calculó, sentose tranquilo, cruzando las piernas. No le habían de pegar inerme, los conocía bien, y los otros atestiguáronlo con retirarse maldiciendo.
Tenía una daga en cuya hoja se leía este dístico:
Quien a mi dueño ofendiere
De mí la venganza espere;
y un pegual de cuero maturrango. Desde chico haraganeaba por los cerros; y pronunciándosele así la afición cimarrona, en el primer ejército se enroló.
Atribuíanle mal ojo para el jabón, pues con sólo verla cortaba la mezcla en la olla. Y eran los apuros de las mujeres, si no la tapaban á tiempo; el pedirle que no la fuese á dañar. Futilizando recelos, prometía; pasaba como abstraído al abdicar su onerosa prebenda... De golpe miraba al descuido, y zas! — al fondo de la legía precipitaban los chicharrones, bellaqueando su risa entre un aluvión de reniegos. Era reputado la florcita de los Infernales.
Los hombres, con la izquierda en el arzón delantero, recibían sus instrucciones. Si los matarran-