ban aun sus jorobas de piedra en la vaguedad del ambiente. Volvía después el nublado, luchaba un instante; más los limpiones crecían y por último triunfaba el celeste.
Los montoneros iban encorajándose con la espera. Diez veces infibularon las correas, revisaron las caronas, recorrieron empuñaduras y gatillos. Algunos guardaban sus sombreros en las quiebras, otros se arremangaban. El sargento como que dormía, derramados los ojos en un claro de cielo...
Un hombre a pie apareció de repente entre el ramaje, cambiando con aquél algunas palabras. Cada minuto iba ahora a acelerar el trance. Los corazones se ponían a trote largo; y relamiéndose con el pregusto de la sangre, uno gruñó:
—Me jiede á cuchillo!
Dos mulas empinaron las orejas... Volóse un instante... Sonó un tiro...
Arriba!
Descargaron sus armas, metieron espuelas, y bajo el humo, palmeándose la boca, salieron á la planicie.
Los realistas, aislados, hicieron pie cada cual donde pudo, mientras tocaban sus clarines generala de alarma. Los dos escuadrones patriotas uniéronse sobre la marcha en un semicírculo; ade-