tas. Quién las costillas al aire, quién vendada la cabeza, pero todos congratulándose. Hasta un cinto lleno de onzas se mencionaba.
El cordobés llevaba en el bolsillo una de sus orejas para enterrarla en sagrado: al fin era carne humana. Únicamente el sargento no volvía. Recordaban que apretó á correr con su godo, pero después nada advirtieron en la confusión, imputándolo por fin á algún rodeo y confiando que en él los esperaría.
Una lástima!... Mozo tan merecedor! Su crédito, solía decir el jefe! Malograrse cuando más lo ligaba su proeza á los Infernales!... En fin, si no llegaba hasta la noche, investigarían desde el amanecer.
El incidente enfriólos un tanto; pero ya, en torno de los fogones, habían improvisado tertulias.
Intervinieron los naipes, tan pringosos que para barajarlos debían echar ceniza entre ellos. Tallaban su monte sobre prendas de los difuntos, sin que faltaran ni los heridos; pues los más, calavereaban también.
Uno, con el rostro partido al sesgo, dilapidó su capital en dos copos; pero obstinándose con una quimérica combinación de sotas, importunaba por una peseta de barato para buscar desquite. Y no dejaba su lugar, así le recordasen lo convenido: