sión, menos el fusil que faltaba y los moradores que recibíanlo postrados.
La faz del sobrino encanijábase en un correoso puchero; la del otro, calípiga en su obesidad, manifestaba con leve resalto los ojos, nariz y boca semejantes á tajitos sobre la comba de un melón.
El gaucho, previa una vacilación muy breve, quitose el sombrero, y encaminándose lentamente á la cama de la difunta, sentose en un baúl que sostenía la cabecera.
Como un relámpago asaltó á los otros el pensamiento de escaparse, con igual rapidez extinto; pues la lucha en que acababa de sucumbir el centinela, su muerte fulminante, de un solo ay! incluían esta conjetura. Vigilaría alguno, afuera? De no, por qué se descuidaba el hombre? Y sobrecogidos, apoltronáronse otra vez.
El gaucho meditaba. Sus ojos dilatados por el delirio sumergíanse en la oscuridad exterior. Con potentes anhelaciones, el caballo, afuera, se recobraba. Y en esa soledad con su indistinto murmullo de grande agua, el concubio ahogaba todo otro rumor.
No pestañeaba siquiera el siniestro viudo. Los codos en las rodillas, arqueado el dorso, realzábanse duramente su melena, sus párpados meditabundos, su mentón llovido de bigotes. Y como