En medio del patio yacía un mortero sucio de sangre fresca, y á la par el cuerpo del otro, boca abajo. Una mancha oscura iba extendiéndose hasta sus muslos. La primera luz del sol lustraba el gris acerado de su pelo. Más allá sospechábase el cadáver del centinela en una depresión de la yuyada. El gaucho dispuso:
— Acuéstese... Ahí no más, pa degollarlo.
Tumbose el sobrino junto al mortero, empujado por su verdugo. Sajó la daga, principió un grito casi al punto enronquecido por el gorgoteo de la sangre que roció en delgados chisguetes...
El caudillo penetró de nuevo en la alcoba. Observó las paredes, el Cristo del fondo, sus manos manchadas de sacrilegio y de muerte. Durante una hora paseó la pieza, largo á largo, repitiendo incesantemente, con voz opaca:
— Bueno... bueno... bueno... bueno...
El caballo asomó de pronto la cabeza, con aquellos sus ojos de infancia y de pradera. Violo adelantar el belfo, curioso, como si comprendiese; la pena se le encabritó en el pecho, y recién entonces, oprimiendo el cadáver contra su cara, prorrumpió en un huracán de sollozos.