Y sin ganado. Las concentraciones extermináronlo á millares. Los caballos faltaban; las acémilas deteriorábanse hasta el horror. En balde solicitaron unos y otras; no había. Enfrenaron potrillos; se acabaron éstos. El cuartel general socorría con algo, y mal que mal los apuntalaba; pero á poco recaían con mayor acerbidad en el trance. Ese año ni se trilló por falta de yeguas ni se aró por carestía de bueyes. Ya no quedaba otro lujo á aquellos vecinos que las imágenes de sus santos tutelares, y tal cual carta de Belgrano en el fondo de las petacas.
Y sin recursos. Nadie decaía, sí, ¡pero qué horrorosa miseria! Precedía á la tropa arropada en andrajos, una oficialidad mendiga: — capitanes rotosos, coroneles que oficiaban por dos pesos para proveerse de una casaca presentable.
En las aldeas pordioseaban hirsutos mutilados y horrorizaban ciertas figuras de pesadilla. Uno como meteorizado, el vientre enorme, expeliendo fuego de las entrañas que horadó una bayoneta; otro gangrenado hasta la cintura:— dos ojos feroces de fiebre como dos copas de alcohol ardiendo; otro que llagado en el monte enfureció de impotencia, oliscando ya á cadáver, un balazo en la cadera, atestado de larvas; otro, barbudo, la cabeza doblada sobre el pecho, desnucado de un mando-