pasacanas sabrosas, diezmo de frutas le consagraban.
El muchacho inquietábase otra vez en su forzada retención. Los pies de los hombres, con sus botazas, proporcionáronle un solaz. Acercó a ellos su escopeta y disimuladamente empezó un pimpín. Los realistas en su fosca desazón, cavilaban demasiado para regañarlo; pero él, incitado por aquella aquiescencia, escatimaba cada vez menos sus golpes. La caña tocando bota por bota, acompasaba ya el estribillo de otro juego:
Casi de repente nordesteaba la nube. Sobre el faldeo blanco de granizo, corría una pincelada de sol. Como dorada velutina lloviznaba un polvo acuoso, último resto del chubasco. Por los claros del firmamento diluíase en agua de arroz el ampo de los cúmulos. La próspera tierra espirituaba perfumes; y de un hormiguero cuya mambla fofa