Relajábase en un largo asueto la disciplina de aquel grupo; sus exploradores nada traían; mientras continuaba la invasión. El capitán, falto de órdenes, distribuía el tiempo entre la atención de su caballo y la escansión de sus trovas. La selva tornaba a la quietud anterior de sus verdores. Un laurel muerto servía de caballete á las monturas. Chuzas y sables, suspendidos de los gajos, criaban velozmente el orín de la holganza. Los caballos convertíanse en raciones; sus cueros en toldos. Los restantes pacían cerca de un manantial cuidados por un solo hombre; y el del capitán se les reunió abandonando su pesebre, cuando fue necesario emplear todo el maíz en el mote de la tropa. Ésta ociaba á su gusto y el jefe, en una crisis de descuido ó contagiado quizá por la confianza y la inacción, se emperezaba igualmente. Por toda precaución conservaban su orden de pernoctar con las tercerolas a la cabeza.
Los días enervaban con su largura; pasábanlo, aunque algo hambrientos, demasiado bien, y aquello, si no irritaba, aburría.
En eso ocurrió un incidente que vino á divertirlos en su abandono. Al cabo de muchos días, los exploradores volvieron con presa. Tratábase de