uno, la muerte sobre todos: ése abalanzándose á las ramas como postrer recurso, éste trotando en torno de los cadáveres sin ningún objeto, sordos á las voces del oficial, acorralados, irremisiblemente perdidos, cuando entre el estrépito de la carnicería se elevó un canto.
Era el mendigo, que llorando de miedo tentaleaba hacia la muerte, implorándolos en el trance supremo con la voz misma de la patria. El capitán aprovechó ese momento. Su voz, ronca de angustia, increpó:
—Canallas!... Puercos!... Así nos dejan solos!...
Y pistola en mano, los alineó en torno del viejo. Uno se dio vuelta todavía y de un balazo lo dejó tendido. El cobre de los semblantes advino a bronces. Era su modo de palidecer. Alguien, oculto entre las ramas, intimó rendición. Los hombres se atiesaron con un estremecimiento, y el capitán, avanzando al frente, respondió:
—Viva la Patria!
Un instante...
—Fuego!
Tronó otra descarga, mas ahora respondía la montonera. El tiroteo se generalizó de parte a parte, pero los godos elegían á mansalva precipitando la circuición. Entonces el capitán codeó al ciego que se prendía de sus ropas, gimiendo, y el himno brotó otra vez en un sollozo.