Aquella muerte decidió la catástrofe. Sobrecogidos de pavorosa estupidez, estrecháronse unos contra otros como las hebras de un nudo. Un vago deseo de acabar pronto sustituyó al entusiasmo del sacrificio, y la pelea degeneró en un fusilamiento.
Las mandíbulas se desencajaban; algunos se cubrían el rostro. El capitán comprendió también que el fin llegaba. Caído el anciano, su clarín, y un poco su abuelo también, ya no les quedaba media docena de suspiros.
Con clarividencia especial su mente minuciaba nimiedades y deseos, locos deseos de gritar le venían, pero no encontraba qué.
El canto, aquel delirio de un minuto, acababa de pasar como un trago de vino. De sus devaneos imperiales no conservaba ni el recuerdo. Una bala le voló el falucho, y entonces acudió el grito buscado para retar al último plomo:
—Hijos de puta!... Metan fierro!
Fuego! aulló por última vez el bosque, y bajo la humareda acuchillada de fogonazos cayó el resto de la banda.
La tarde diluía en su frescor las fragancias silvestres. Un rayo de sol, regando de luz el soto, se estiró hasta el capitán, y bajo los árboles oscuros, como besándolo, le alumbró la frente...