un tropel de sollozos mudos perceptibles tan sólo en el temblor de su mandíbula.
Avanzó hacia el incendio, posando sobre las ascuas, sin sentirlo, sus desnudos pies; y como los soldados intervinieran, renovose la lucha. Ahora combatían las mujeres, con las manos de sus morteros y las armas de los caídos. El trabuco se abocó, mortífero, vomitó su espantable carga, y en la convulsión de un segundo terremoto, la muerte rodó otra vez bajo los árboles. A tumbos sobre la conmovida tierra pirueteaban los cuerpos. Bañados por la melcocha ardiente que las violadas les arrojaron al rostro, tundidos á tizonazos, mordidos, los chapetones talionaban a su vez, mientras al rededor torcíanse los árboles y los cerros galopaban por el horizonte.
La segunda refriega, menos viva aunque más encarnizada, concluyó con ese remezón. Los insurgentes habían caído todos. Cuatro de las mujeres yacían abiertas á tajos, con los dedos crispados entre mechas feroces, pasmadas las bocas por el ansia de morder. La otra, la madre, se alejaba seguida por su perro, con el niño á cuestas, medio quemada. Cuando los demás morían, ella penetró por los escombros arrebatando el cadáver. Su cabellera desvaneciéndose en una llama, como un encaje, y ahora, surgida de la quemazón,