conservando sólo el ay de su congoja en las travesías desamparadas; o suscitando en fogones y campamentos con la gemebunda continuidad de su leyenda, furores trocados en heroísmos, propósitos inspiradores de hazañas — llorosa su vigilancia, lloroso su sueño, hasta que la vida le fuera por el hilo de sus lágrimas.
Oprimía sobre su pecho aquel pedazo de carne suya, negándolo a la tierra cautiva, con tal desesperación, que algo de cadáver embebía sus huesos.
El sol bañaba implacable las serranías empolvadas por el temblor. En el silencio sobreviniente, gañían los perros. Y la transeúnte de las catástrofes rodaba entre los restos de la convulsión, espectro agobiado por su carga de muerte, mientras un clarín alzaba su alarido de bestia feroz sobre las ruinas.