LA ILUSTRACIÓN IBÉRICA 27
con furia, el viento arreciaba y el frío aumentó de atroz manera. Poco á poco sintió Maruja una pesada somnolencia, algo como entumecimiento, se rebujó cuanto pudo en su pañolín, inclinó sobre el pecho su cabeza y al cabo le acometió un sopor profundísimo mejor que sueño. Y seguía nevando con furia y la nieve comenzó á arremolinarse en torno á aquel cuerpecito de la chicuela.
A la mañana siguiente advirtieron varios vecinos un montón de trapos en el quicio de aquella puerta. Fueron allá y se encontraron á la Maruja muerta, heladita, dura como una piedra. Sonreía como sonreirán los ángeles; en su rostro había algo muy tierno y dulce y tenía en sus brazos, estrechamente abrazada, una preciosa muñeca de rubios cabellos, y ricamente vestida de raso.
A. PÉREZ G. Nieva.
EN EL ANDAMIO
El día amaneció lluvioso y, ya entrada la mañana, comenzó á caer un aguacero que no había de cesar hasta la noche.
Poco antes de las siete, fué reviniéndose un grupo de albañiles en una de las esquinas de la calle de Alcalá, frente á una casa de seis pisos, á la sazón envueltos de arriba abajo por una espesa red de andamiaje, entre la que se veía el yeso de la fachada, picado á trechos y á trechos desmoronado.
Parecía la casa un enfermo cuya piel, rugosa y llagada, cruzasen diferentes vendas.
Dando el reloj las siete, los obreros se pusieron en línea y se contaron.
—¿Quién falta? — preguntó el capataz de la cuadrilla, que había echado uno de menos.
—El manco, — respondieron varias voces.
—Es extraño; siempre viene el primero; algo debe ocurrirle.
—Puede que esté enfermo.
—El bizco lo sabrá, que es el novio de su hija.
—¿Oyes, bizco?
—Oigo.
—¿Qué es de Juan?
—¡Yo qué sé!
—¿No fuiste anoche á su casa?
—Ni vuelvo.
—¿Has tronado con la Blasa?
—Como arpa vieja.
—Basta de conversación, y á trabajar, que ya es hora, — dijo el capataz, interrumpiendo el diálogo.
El grupo se deshizo y, trepando por las sogas, fué cada cual á ocupar su puesto. De allí á poco, al ruido de la lluvia, se unió el sordo y acompasado golpear de las piquetas en el muro.
Era preciso andarse con mucho cuidado; el yeso y el agua habían formado sobre las tablas un barro suave y escurridizo, y, al menor movimiento, podía desviarse el pié y dar con un hombre en la mitad del arroyo. Media hora después de empezada la faena, se presentó Juan, con los aperos al hombro. El capataz le salió al encuentro.
—¡Qué! ¿Se te han pegado hoy las sábanas?
—No, señor.
—Traes los ojos hinchados aún por el sueño.
—¡No fuera malo!
—¡Qué te ocurre?
—Nada.
—Pues, aquí, ya has ganado tu jornal.
Juan pensó que le despedían.
—¿Qué me quiere V. decir?
—Que tienes cuatro reales de multa.
—¡Cuatro reales!
—Por no haber venido á tiempo.
—Lo mismo da, — repuso más conforme.
Y cambiando de tono, añadió:
—¿No ha venido el bizco?
—Allí le tienes, — dijo el capataz, señalando con el dedo el andamio más alto de la esquina.
—¿Podrían hacerme un hueco á su lado?... Tengo que hablarle.
—Como quieras.
—Entonces, con su permiso.
—No distraerse, que estamos muy atrasados y los jornales vuelan. ¡Ah! oye; te perdono la multa; pero, no digas nada, porque eso sería dar mal ejemplo.
—Muchas gracias.
Juan ocupó su sitio, y se puso á trabajar; á cada golpe hundía la piqueta tres pulgadas; tenía los ojos como puños, los labios temblorosos y la respiración desigual y fatigosa.
El bizco le miraba, bien á pesar suyo, con ojo torcido y, al parecer, no muy satisfecho y gustoso de la vecindad que tenia.
—Oye, tú; ¿es cierto lo que dicen las mujeres?
—¿Qué dicen?
—Que has dejado á la Blasa.
—Es cierto.
—Y, ¿tú sabes?...
—¿Qué?
—¿Tú sabes que la Blasa está en cinta?
HOMERO CIEGO Y POBRE CONSOLÁNDOSE CON SUS CANTOS