LA ILUSTRACIÓN IBÉRICA 483
cidentes desagradables que ocurren para la salud pública da por resultado mayor número de veraneadores.
Celso, que era un gran higienista, dijo, que la mejor medicina era no tomar ninguna: los cortesanos decimos que la mejor medicina es tomar el tren... y le tomamos.
Dispensa esta breve y monótona carta: ella te dará perfecta idea del Madrid actual: sin ideas, sin variedad y sin alegría.
Tuyo,
Fernanflor.
MUJERES DE LA NOVELA CONTEMPORÁNEA
MUJERES DE DAUDET
( C O N T I N U A C I O N)
Madre es también aquella otra de Jansoulet, que aparece en dos momentos solemnes de la novela. En las fiestas del Bey como la mujer de su casa, ordenadora, arreglada, positiva, verdadera ama; en la situación apuradísima del Nabab que ve hundirse su diputación y con ella toda su vida, como la madre cariñosa, sufrida, que acude á salvar á su hijo, á prestarle apoyo, á ser su ayuda, y que por una coincidencia que es de un alto efecto dramático, precipita la caída del Nabab en cuyo corazón sano habla en aquel momento y se impone la honradez, la abnegación por la familia, el respeto á el hermano que allá en provincias duerme su estupidez del vicio, y á la madre que los crió á los dos y que los ama por igual. A la salida de la cámara de diputados la figura burguesa, pesada del Nabab, y la figurilla arrugada, sin pretensiones, de su madre, suben cien codos sobre aquella multitud infame, hambrienta del escándalo y cortesana de la envidia.
Por ahí aparece igualmente, — victima de otra infamia social que no por ser error deja de ser infamia, — la mujer del Norte, la madre de Lina Ebsen la Evangelista. La novela empieza con lágrimas y acaba en desesperación; es toda ella un calvario para la pobre madre, que, sin embargo, aparece oscurecida por la figura verdaderamente heteróclita en que van mezcladas la grandeza de la fe, y el error, (el desdichadísimo error que casi es crimen), del fanatismo, que se manifiesta en aquella obsesión mística que tiene algo de la fortaleza mormónica, pero que mata todo cariño, toda afección con el frío aterrador, indiferente de la conducta que se tiene por buena, por santa. ¡Qué recuerdos de pura raza española, nacidos de nuestros mejores novelistas, nos traen á la memoria Lina Ebsen y su aristocrática protectora! ¡Ah, D.ª Perfecta! ¡ah María Elorza, y la señorita de Lantigua y María Egipcíaca!... ¡Qué sueños de amor, qué felicidades rotas y destrozadas por la misma desoladora, implacable preocupación social! El hombre menos reflexivo, se ve forzado á meditar ante esos cuadros reales, vivientes, que chorrean sangre y lágrimas...
También traen lágrimas y sangre esas dos mujeres, tan distintas de Lina, que se llaman Sidonia y Sapho. Sidonia es uno de los caracteres más perfectamente expresados por Daudet; están sorprendidos todos los toques decisivos, reveladores de aquella educación infeliz que produce la inmoralidad más egoísta, más infame que puede caber. Allí está la honradez de Risler, la severidad de Planus, la inexperiencia de Pranz, para hacer resaltar la ingratitud, la falta aborrecible, maldita, de aquella mujer ambiciosa, concuspicente y al fin desvergonzada. ¡Ay, niña Sidonia, encumbrada de ayer, como das el fruto miserable de tu savia envenenada, intoxicada por la atmósfera de fingimiento, de vanidad, en que te criaste!
Sapho trae la desgracia por otro lado. Claretie dice que Sapho es «una obra maestra y la obra maestra de Daudet,» lo cual, salvo el respeto al ilustre crítico, es discutible. Quizás sea la obra más concreta, digámoslo así, más recogida, y en que por lo mismo pueden ser atendidas con mayor especialidad todas las partes; hay esmero, hay esa corrección que se admira, v. gr., en El idilio de un enfermo, de Palacio Valdés. Pero que sea lo mejor de Daudet, no podemos creerlo. Es algo muy bueno, pero no es lo superior. Es lo perfecto de Longino, pero no lo más grande.
Aquella adorable Sapho que tiene toda la gracia, toda flexibilidad, toda la frescura que falta á Nana, (con algo de la gaité dulzona, juvenil de Mimi), lleva en sus abrazos la serie larga, dolorosa de consecuencias, que producen la obsesión del placer que mata toda actividad.
Besos deseables los suyos, pero que intoxican lentamente el ánimo, encadenan la voluntad, emborrachan y conducen poco á poco al hombre á la regularidad mecánica, brutal de un mismo estado, monótono, seguido, como el hocicar diario de los cerdos en el estercolero. Desgraciado del que toma en serio los caprichos de Sapho. A veces ella se agarra con todas sus fuerzas á uno de esos amores de momento, parece que en él se detiene, que cambia su ligereza por la emoción amorosa de Margarita Gauthier; pero de repente, vuelve aquella volubilidad de su carácter, aquel revolotear de mariposa, de fillette; y se va, se va con la risa en los labios, dejando una víctima más, cuya imputabilidad no puede razonablemente referirse más que al impresionalismo de la juventud. Porque Sapho no es una seductora vulgar, un ángel malo de esos que lucían las novelas románticas. Si lleva el mal tras de si, lo lleva como la generalidad de los humanos; sin saberlo, ni creer que lo produce. Su conducta, que se ha detenido en una de sus primitivas fases, — el egoísmo, el placer propio, indeliberado contraproducente, — se desenvuelve de un modo irreflexivo, sin tener en cuenta los disturbios que trae á la conducta de los otros. Hay aquí algo de filosofías muy sutiles en que yo me detendría de buen grado, si esto, más que una introducción á las Mujeres de Daudet, fuera un estudio propio de Sapho. Y es que en Sapho hay algo más que todo esto. Carga dulce y ligera en un principio para el estudiante arlesiano que la conduce á su casa después del baile, á medida que él va adquiriendo el hábito de vivir con ella y verla de diario, va también siendo un peso duro, formidable, que ahoga bajo su cargazón, pero del cual no se puede prescindir, aunque lentamente va hundiendo, hundiendo las fuerzas cansadas, pero tercas (por una inercia de estados idénticos), en sostener lo que es su muerte.
Cuando llegada la pasión de Gaussin á su más alto grado, sacrifica á ella el porvenir, la felicidad, el cariño de familia, Sapho, por una inconsecuencia que tiene en el fonde, — y este es un detalle de preciosa delicadeza, — algo del sacrificio de una Miggless, y algo de la abnegación ó del consejo de la mujer que ve una buena acción en el hecho de libertar á uno de sus esclavos de la voluntad, abandona al pobre muchacho que se entregaba á ella para siempre. Es doloroso, inmensamente doloroso, aquel momento en que Gaussin lee la carta de Sapho á la luz del sol que filtra por las persianas é ilumina, fuerte y vigoroso, el muelle donde se balanza el vapor que había de llevarles lejos. Allí se rompe de pronto toda la ilusión amorosa del estudiante arlesiano, llega el castigo mayor y más tremendo de su inexperiencia y de su pasión; y esto cuando ya no es tiempo, cuando él lo ha sacrificado todo, ha roto con todo y se ha hecho inútil para la felicidad honrada que le preparaban allá arriba. Entonces siente el peso enorme, abrumador de aquel cuerpo que él acarició joven y que ahora, con la severidad moralista de una institutriz mayor de edad, le destroza el idilio, le habla de deberes... De deberes, Sapho. Y sin embargo, Sapho sabia de deberes.
La novela de Juan Gaussin es una lección preciosa, que hace meditar y que puede ser de provecho en la vida. Tiene algo de la lección amorosa de Petit Chose; con la enorme diferencia que la señora del principal apenas está dibujada y Sapho es todo un carácter. Ese es su mayor mérito; no es una mujer de una pieza como se las forjan los idealistas, si malas, eterna y constantemente malas en todos los instantes y acciones de su vida; si buenas, rígidas, secas, como un precepto de Pascal que se personaliza y que vive muy lejos de este mundo, sin saber nada de influencias externas, de movimientos psicológicos, de dualismos, de educaciones contradictorias, de aspectos diversos de la conducta... Sapho es una mujer, prototipo de las de su clase, que responde á una realidad y encanta con sus reflejos de vida. Por eso es rara, voluble, bestial á veces, tierna á momentos, razonable en ocasiones, todo mezclado con aquella superficialidad de su educación desdichadísima.
(Se concluirá.)
RAFAEL ALTAMIRA.
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DIBUJOS DE RANDOLFO CALDECOTT: EL PRIMER AMOR