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MANUEL GÁLVEZ


parral techaba el centro del patio, separado de la casa vecina por una tapia baja. Siguiendo el corredor, verdeaban naranjos de copas anchas y frondosas.

— ¿Y la patrona? — preguntó el huésped a la sirvienta que volvía con las valijas.

— Ya viene, niño — repuso la interpelada.

Solís la observó. Era una muchacha muy morena y regordeta, con senos abundantes y redondos y unos ojazos asombrados que miraban tiernamente. Hablaba de un modo cadencioso y suave, con mucha tonada. Solís la encontró bonita. Al ayudarla a colocar las valijas le apretó la mano. La muchacha no dijo nada.

— ¿Cómo se llama? — le preguntó Solís.

— ¿Yo? Candelaria.

Y agregó, abriendo sus ojos:

— ¿Y usted?

Solís, sonriendo, le dijo su nombre. Luego le pidió agua para lavarse y se arrojó sobre la cama. Una luz fuerte, cruda, entraba en el cuarto. En el otro patio cantaban los canarios, y una voz de mujer, a todo gritar, llamaba a Candelaria.

El huésped estaba cansadísimo. El viaje había sido largo, inacabable. Dos días mortales desde Buenos Aires. No conocía un alma en todo el tren, y, como era un poco tímido, no se atrevió a iniciar con nadie una conversación. En la mesa, donde ello parecía posible, tuvo en frente a un inglés, un hombre escuálido y seco que no se dignó mirarle tin solo instante. Más tarde se enteró, por el camarero del vagón-dormitorio, que el inglés era ingeniero en las minas de Chilecito.

El paisaje, además, tenía cierta monotonía. Hasta Córdoba, no cesaron de pasar ante sus ojos llanuras interminables, sembradas de trigo y de maíz. Sólo las parvas cortaban la pampa infinita. Se asemejaban a chozas de salvajes y aparecían agrupadas como formando breves caseríos; al caer la tarde, cobraron, un aire melancólico bajo el sol que las doraba. Desde Córdoba, el paisaje se tornó más interesante. Los alrededores de la ciudad, sobre todo, impresionaron al viajero. Era un espectáculo