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SEGUNDA PARTE



I

Llegó la primavera.

A Solís, que en sus primeros meses de La Rioja vivió bajo el encanto sensual y melancólico de la ciudad, ahora, después de medio año de estadía, ya le descorazonaba cierto tedio incipiente. Culpaba de ello a su profesión. La vida monótona y neutra del maestro primario no se armonizaba con la inquietud de su temperamento. El no nació, se decía a sí mismo, para pasarse las horas en el afán embrutecedor de enseñar a los niños que el Paraná desemboca en el Plata o que los ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos. ¡Y siempre lo mismo, todo igual! Era desesperante. Pero nada le mortificaba tanto como corregir las composiciones infantiles. Tenía que destinar noches enteras, sus preciosas horas de estudio, a esta insípida labor. Y mientras tanto, sus libros estaban abandonados. Era un dolor no poder darse a la lectura, no poder escribir. ¡Ah, cada vez deseaba con más ahínco una cátedra! Así sería libre; su trabajo no excedería de seis horas semanales y el sueldo y la consideración serían mayores.

En el ministerio, antes de su viaje a La Rioja, le prometieron dos cátedras. Pero pasaban los meses y nadie se acordaba de él. Había escrito a sus antiguos compañeros le oficina y a algunos amigos que no carecían de influencia. Nadie le contestaba. Una vez, sin embargo, recibió una carta de Alberto Reina, el prosista exquisito. Era un pliego de letra fina, elegante y nerviosa. El literato le refería, en prosa atormentada, pegoteada de palabras francesas y de galicismos, sus proyectos literarios, el reciente triunfo de su libro El dolor implacable. Hablaba con desprecio de sus colegas, y parecía encantado de su persona