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LA MAESTRA NORMAL


Y explicó, en tono natural. Ella no tenía padres, la abuela estaba enferma. El oyó en la confitería rumores que le obligaban a intervenir. Solís, psh, le parecía una persona decente. No podía afirmar lo contrario. Pero en estas materias había que desconfiar basta de los más decentes. Era cuestión de su porvenir, de su felicidad para toda la vida.

La palmeó cariñosamente, casi conmovido, y le dijo que otra vez conversarían con más calma.

Raselda, apesadumbrada y nerviosa, volvió al cuarto de la enferma. Todavía estaban allí Dorotea y su marido.

—¿Pero quién diría, Raselda — gangoseó Dorotea al verla — que vos también?...

Y la miraba, sonriendo babosamente.

—Le aseguro que no hay nada, Dorotea — contestó Raselda casi con mal modo.

Y todavía, al despedirse, alargando la mano con su des- abrimiento acostumbrado, exclamó la visita:

—Es la época más dichosa; cuanto más tarde mejor...

—La época más dichosa — concluyó el marido mirando alternativamente a las tres mujeres, como pidiéndoles su conformidad.


IV

Solís no cesaba de recriminarse la insensatez de sus celos. Muchas noches no dormía y todos sus pensamientos se concretaban en Raselda. ¿Estaría enamorado de veras? Comenzó a sentir hacia Quiroga una antipatía que le avergonzaba. Creyó que le habia suplantado en el amor de Raselda y que la habría hecho suya. Las palabras de Raselda, desconociéndole a él todo título para hacerle reproches, confirmábanle en sus sospechas. Además, ya la gente murmuraba. ¿No hablaba el propio Quiroga de conseguir una beca a la maestra para que estudiase el can- to en Buenos Aires? Solís reconocía la parte que en su excitación nerviosa tenía su entrevista con el Director. No obstante, arrojaba sobre sí todas las culpas. ¡Ah, eso le pasaba por ser un pobre maestro! Le faltaba carácter,