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MANUEL GÁLVEZ


ditas y sonrisas. Un comisario de policía, hombre lúgubre, cuya hija había sido expulsada por faltas "contra la moral", anunció que él haría justicia si el Ministerio no destituía al Director. La falta de su hija consistía, según el Director, en hablar con su novio, a la noche, por las rejas de la ventana. Pero era una vil calumnia. Y en una esquina, frente a Olazcoaga que le escuchaba sonríendo, con el bastón en lo alto, la voz lacrimosa, el hombre invocó a sus antepasados, rugió contra la maldad humana y llamó a la confitería "antro de calumniadores" donde se reunía "la podre de la sociedad".

V

El domingo, después de almorzar, Solís, fatigado, se preparaba para dormir la siesta. Medio desnudo se arrojó sobre 'la cama, pero el calor le impedía cerrar los ojos. Era un calor seco, aplastante. A veces, casi ahogado por la falta de aire, salía a su balcón que daba sobre el patio. Desde allí veía los tejados de las casas vecinas. Sentíase una calma espesa, como presagio de tormenta. Venían ráfagas de viento norte, lentas y ardientes. Las paredes, las tejas, los árboles, despedían chispas de luz. Los cerros habían cobrado un color acre intenso; y una bruma terrosa, apenas azulada, se anteponía a las montañas como un telón de gasas viejas. Las nubes formaban inmensos bloques grises.

Solís comenzaba a dormirse cuando, hacia las cinco, le despertaron las voces de alguien que andaba por el cuarto.

— ¿Qué dice, amigo? Levántese, hombre...

Y con el dedo le pinchaban por el cuerpo. Solís, malhumorado, se refregaba los ojos.

—¿Ah, es usté? Pero hombre, qué modo de despertar. Y ¿cuándo llegó?

Era Pérez. Había llegado esa mañana. Vestía de luto riguroso, en traje de invierno.

—¿Y eso qué significa?

—Mi her... mi her... mano...