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MAESTRA NORMAL 285

Inca tocaba un tambor muy pequeño, casi como de juguete. Parecía un sacerdote de algún culto extinguido. En medio del día esplendoroso, bajo el sol opulento, aquella procesión resultaba triste. Las tonalidades rosadas de las banderas, los colores vistosos de las vinchas y los escapularios de los allís, los trajes de las mujeres que seguían la procesión, aumentaban lo pintoresco de la escena sin suprimir su melancolía. Los pobres hombres disfrazados que formaban en la procesión parecían embrutecidos y abatidos. Sus rostros indígenas revelaban la miseria de su raza, las devastaciones del alcohol, la tristeza de la vida rural.

Pero ya los principales de la procesión, que habían entrado en la casa de gobierno, se disponían a cantar, frente al gobernador y a los altos dignatarios. Cabanillas y Solís se aproximaron a las rejas. En la sala de recepciones el gobernador y todos los presentes escuchaban de pie. Los indios cantaban al son monótono del tamborcito:

 
Año nuevo pacarií,
Niño Jesús Cancharí,
Tintillalli llallincho,
Corollalli llallincho...

Era un canto doloroso, evocador, bárbaro, pleno de carácter. El tamborcito marcaba el ritmo y las voces entonaban la melodía. El Inca empezaba el canto con su voz gangosa y rota; los demás coreaban.

Solís se había reconcentrado. Aquella música doliente, toda quejumbre y resignación, estaba impregnada de un hondo fatalismo. La amarga tristeza de las razas vencidas penetraba en su alma. La música ridícula de aquellas pobres gentes le evocaba las montañas solitarias, las cumbres de seis mil metros, las nieves perpetuas del Famatina y le cantaba, en su torpe lenguaje la canción de la Muerte y del Heroísmo.

—¡Qué extraño, qué doloroso! — exclamaba Solís.

Los indios continuaban cantando. Sus voces eran des-