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TERCERA PARTE


I

El verano transcurría monótono para Solís.

Todo el mundo había salido a veranear, y apenas quedaban en la ciudad los empleados inferiores y las familias pobres. Los amigos y conocidos de Solís se habían dispersado por los pueblitos de las montañas. Los Cabanillas estaban en Nonogasta, Miguel Araujo en Chilecito, don Nilamón había partido a Santiago, donde su único hermano, enfermo del corazón, se hallaba grave; don Nume y varios profesores de la escuela veraneaban en Sanagasta: una poética aldea de la quebrada, a pocas horas de La Rioja. El único amigo de Solís que aun quedaba en la ciudad era Palmarín. Frecuentaba más que nunca la confitería y, como de costumbre, se olvidaba siempre los cigarrillos en el otro saco. Los que podían, aprovechaban las vacaciones para tomarse unos días de Buenos Aires. Eran días de francachela y libertad, no amenguados en lo más mínimo por los calores de la metrópoli. Pérez, instalado ya en Buenos Aires definitivamente, le escribía a Solís largas cartas. Era un hombre feliz, y, salvo los recuerdos amistosos, no sentía nostalgia ninguna de sus horas riojanas. Vivía dedicado al arte y al amor. Había encontrado a Araujo, consagrado por entero a las pensions d'artistes. Pero lo más interesante fué la escena que presenció una noche en el Casino. Había oído, en una mesita próxima a la suya, mientras tomaba su whisky durante un entreacto, una voz conocida. La voz hablaba un francés estupendo, 'muy superior" al de Palmarín, con una asidua concurrente. Miró bien, y "por poco más se desmaya" al ver ¡a don Eulalio en dulce coloquio con una voluminosa hija de Germania !