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MANUEL GÁLVEZ

— Este... me parece — agregó — que una niña como usted no debe buscar empleo.

— ¿Por qué?

— Sí; una niña tan bonita... que no precisa...

— ¿Cómo que no preciso, Galiani?

No había entendido Raselda. El quería decir que ella no necesitaba recurrir a esos medios tan tristes. ¿Cómo no iba a encontrar un hombre que la quisiera?

— Yo no me casaré nunca, Galiani — dijo Raselda melancólicamente. — Los hombres no existen para mí. Galiani sonrió. — Me parece que usted no quiere entenderme. ¿No prefiere que hablemos con claridad?

Raselda quedó en silencio.

— Yo decía — continuó Galiani acercándosele — que una muchacha como usted, que no es una inocente, puede encontrar quien la quiera.

¿Por qué rechazar la ocasión si se presentaba un hombre desinteresado que le prometiera ayudarla durante toda su vida? No había que enojarse por tal proposición.

— Cuando se ha llegado a ciertas cosas, no se tiene derecho de ofenderse.

Raselda, humillada, bajaba la cabeza sin atreverse a hablar.

— ¿Usted cree que podrá vivir siempre sola? Tendrá que recurrir a un hombre, hoy o mañana.

Y agregó, queriendo tomarle una mano:

— No desconfíe de mí; soy su amigo y me parece que mis intenciones son mejores que las del otro. Yo no engaño a nadie, por lo menos...

Raselda, recostada contra la pared, se apretaba los ojos con los nudillos de los dedos y movía la cabeza desesperadamente.

— Piense bien, Raselda.

Al otro día comenzó ella a buscar empleo.

Antes que a nadie, quiso ver al marido de Dorotea que era miembro del Consejo de Educación. Fué a su casa. Dorotea, desde el patio, la vio llamar a la puerta, pero no la recibió. Le mandó decir que su marido estaba muy