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MANUEL GÁLVEZ

— Adelante, mi discípula — le dijo cachazudamente — ¡No sabe el gusto que tengo en verla!

Y la hizo sentar a su lado, en un envejecido sofá de marroquín.

El gobernador le hablaba muy cariñosamente y evocaba la Escuela en los tiempos de su profesorado.

— Usted no me quería mucho ¿no? — dijo inclinando a un lado su cabeza, con aire tierno, y mirándola en los ojos.

— No, señor; sí lo quería.

— ¿Y ahora?

Había dejado caer su mano sobre la de Raselda, pero ella retiró la suya bruscamente.

— Me tengo que ir, señor — dijo levantándose.

El gobernador volvió a prometerle un puesto. No había por ahora vacantes, pero la primera que se presentase la ocuparía ella.

Raselda salió con las facciones contraídas en un gesto de dolor. Jamás se imaginó que los Hombres fueran tan egoístas, tan torpes, tan incomprensivos. Tenía ganas de llorar de desilusión, de llorar por Solís, cuya actitud ahora le parecía turbia. La conducta de los demás ponía una sombra en el alma de Solís. Y llegó a dudar de él, de su amor, de todo. Pero ella rechazaba estas ideas, pues aquel amor constituía la sola felicidad de su existencia, la sola felicidad que ella podía aumentar en su pensamiento, como esos viejos de vida mediocre que, a fin de convencerse de que también ellos vivieron, magnifican las pobres expansiones de su juventud, diciendo: "¡aquellos eran los buenos tiempos!".

Abatida, profundamente decepcionada, entró en su casa. Doña Críspula le pidió detalles de la visita al gobernador. Había querido acompañar a Raselda, que se opusiera; y ahora se esponjaba, sólo de pensar que una persona de su casa había sido recibida por tan insigne mandatario.

— Entonces, ¿te prometió?

— Sí, me prometió para cuando hubiera vacante.

— ¿Has visto? ¡Qué te decía yo! Si es persona muy amable, muy generosa, el gobernador.