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MANUEL GÁLVEZ

un silencio o de la charla de los otros, hacía con la cabeza un fugaz gesto de desesperación que sólo Galiani comprendía.

Una mañana recibió carta de Amelia. Deseaba verla y la citaba en la iglesia. Raselda, pretextando ir a misa, acudió a la cita. No había en la iglesia sino algunas vie- jas que rezaban devotamente. Las dos muchachas se colocaron en los últimos lugares, delante de una columna.

— Me voy a Buenos Aires — le dijo Amelia. — Estoy harta de este pueblo.

— ¿Y qué vas a hacer sola en Buenos Aires?

— Me voy con Araujo — le dijo riendo, como si se tratara de una gracia.

Raselda quedó escandalizada.

— Pero él se volverá en seguida a La Rioja — agregó, como para disminuir la importancia del hecho.

— ¿Y qué vas a hacer después? — inquirió Raselda curiosamente.

— ¿Después? No me faltará donde arrimarme...

Y reía levantando los hombros.

— ¡Pero, Amelia! ¡Decir esas cosas, y en la iglesia!

—No seas pacata, oíme.

¿Por qué no se iba ella también a Buenos Aires? Vivirían juntas, si era posible. Lo pasarían admirablemente. ¿Qué podían hacer en La Rioja? La gente las miraba como apestadas.

— Amelia, ¡decir eso!

— ¿Por qué no? Nuestro destino es seguir el camino que hemos empezado.

Y agregó:

— Vamonos a Buenos Aires, no seas zonza...

Raselda, como si resistiera una tentación muy fuerte, bajó la cabeza y se puso a rezar.

— Vamos a vivir en el Hotel de Roma, calle Rivadavia. Le daba la dirección por si se resolvía a ir o a escribirle.

Salieron de la iglesia. Amelia la besó, animándola a acompañarla y le dio de nuevo su domicilio en Buenos