de la calle, las voces se propagaban sonoras, melancólicas,
transparentes.
Rosario y Pérez se incorporaron al grupo. Todos felicitaron a Rosario.
— Pero ¿por qué? No hay motivo — decía Rosario.
— Ha pasado más de cincuenta veces — le argüía Pérez.
Rosario irradiaba felicidad. Se reía sola; acariciaba la mano de Raselda.
En seguida llegó Galiani, que saludó a todos, uno por uno. Raselda se despidió. Solís la siguió con los ojos y vio que ella, al llegar a la esquina, volvía la cabeza disimuladamente.
Entraron en la casa. Galiani tomó del brazo a Solís y le dijo con melosidad:
— Lo felicito. Buen bocado, ¿eh?
— No comprendo, — dijo Solís haciéndose el desentendido.
— Pero Raselda, amigo...
Solís declaró que no se había fijado. Además, era una muchacha decente y no había derecho para mirarla bajo ese punto de vista.
— No digo que no — contestó Galiani, escépticamente. Y agregó, poniéndole un brazo sobre el hombro y hablándole al oído en tono confidencial:
— Yo, qué quiere, amigo, estoy por las francesas. ¡No hay vuelta que darle!
Y sonreía, como saboreando algún recuerdo picante.
Raselda dormía con un sueño intermitente y ligero, cuando sintió que abrían la puerta interior de su cuarto y que una voz la llamaba con timidez:
— ¡Raselda! Son más de las ocho...
Raselda se levantaba todas las mañanas antes de las siete; y mientras la abuela estaba en misa, ella ayudaba en los quehaceres cuotidianos a la única sirvienta de la