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MANUEL GÁLVEZ


de la calle, las voces se propagaban sonoras, melancólicas, transparentes.

Rosario y Pérez se incorporaron al grupo. Todos felicitaron a Rosario.

— Pero ¿por qué? No hay motivo — decía Rosario.

— Ha pasado más de cincuenta veces — le argüía Pérez.

Rosario irradiaba felicidad. Se reía sola; acariciaba la mano de Raselda.

En seguida llegó Galiani, que saludó a todos, uno por uno. Raselda se despidió. Solís la siguió con los ojos y vio que ella, al llegar a la esquina, volvía la cabeza disimuladamente.

Entraron en la casa. Galiani tomó del brazo a Solís y le dijo con melosidad:

— Lo felicito. Buen bocado, ¿eh?

— No comprendo, — dijo Solís haciéndose el desentendido.

— Pero Raselda, amigo...

Solís declaró que no se había fijado. Además, era una muchacha decente y no había derecho para mirarla bajo ese punto de vista.

— No digo que no — contestó Galiani, escépticamente. Y agregó, poniéndole un brazo sobre el hombro y hablándole al oído en tono confidencial:

— Yo, qué quiere, amigo, estoy por las francesas. ¡No hay vuelta que darle!

Y sonreía, como saboreando algún recuerdo picante.


IV

Raselda dormía con un sueño intermitente y ligero, cuando sintió que abrían la puerta interior de su cuarto y que una voz la llamaba con timidez:

— ¡Raselda! Son más de las ocho...

Raselda se levantaba todas las mañanas antes de las siete; y mientras la abuela estaba en misa, ella ayudaba en los quehaceres cuotidianos a la única sirvienta de la