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Página:La masacre de la escuela Santa María de Iquique.djvu/19

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a 152 mil en 1895, luego a 291 mil en 1910 y superando los 400 mil en 1920.[1]

El cambio de siglo, asimismo, encontró a cierta elite intelectual sumida en un diagnóstico pesimista, frustrado respecto del desarrollo del país y de las prácticas políticas, como si se viviera en una prosperidad artificial autocomplaciente y a punto de desvanecerse. La llamada «crisis moral» para el Centenario se alimentaba de discursos transversales, de variado origen: desde la queja xenófoba de Nicolás Palacios, pasando por la conciencia crítica de la cuestión social según Alejandro Venegas -—el Dr. Valdés Canje-— y la crítica social, ideológica y política de Luis Emilio Recabarren, el desplome de la fe en el progreso del radical Enrique Mac-Iver hasta el crepúsculo del empuje nacional denunciado por Tancredo Pinochet o la siquis y la raza locales como factores de la decadencia económica que diagnosticara Francisco Encina.[2]

El Parlamento a principios de siglo

En su tratado sobre los orígenes del Estado y sus instituciones, publicado en 1917, Valentín Letelier describía el sistema político chileno -—de acuerdo a lo que la ley señalaba-— como una República democrática basada en el derecho a voto de los hombres mayores de 21 años alfabetizados. Y luego añade:

«Pero si el derecho no es derecho sino cuando es hecho, a la ciencia no le basta conocer la regla escrita; tiene que averiguar lo que hay en la realidad, y lo que hay en la realidad es: 1° que no sabe leer y escribir más de la quinta parte de la población de la República; 2° que de esta porción no se inscribe en los registros ni siquiera la quinta parte; 3° que de los inscritos más de la mitad no concurren a votar; y 4° que de los concurrentes, los tres cuartos delegan su conciencia en manos del cura, del hacendado o del prefecto de policía. Conclusión: mientras el derecho escrito nos halaga con la ilusión de que vivimos en una perfecta democracia, el derecho real, el derecho que la exégesis ignora, nos tiene sujetos a una oligarquía tan corruptora como diminuta».[3]

La noción de una sociedad profundamente escindida, fragmentada y en que la política era un juego de salón para señores ilustres, algunas veces asumiendo roles en los efímeros gabinetes y otras, como diputados o senadores, también fue ácidamente descrita por Alberto Edwards, -—lúcido testigo de su época como Letelier-—, resaltando su inmovilidad, casi como una «paz veneciana»:

«Los grandes cambios que se venían produciendo en la estructura social del país, en nada, o muy poco, afectaron al panorama de la política. En cuerpo, pero sobre todo en espíritu, la antigua oligarquía continuó dominando. El personal político, los miembros de las Cámaras se reclutaban en buena parte dentro de las mismas familias y círculos sociales de antaño... Los mismos hombres nuevos que cada

  1. Sunkel, Osvaldo, op. cit., cuadros 23-26, pp. 141ss.
  2. Gazmuri, Cristián: "Testimonios de una crisis, Chile: 1900-1925", Editorial Universitaria, Santiago 1979, pp.9 ss.
  3. Letelier, Valentín: «Génesis del Estado y de sus instituciones fundamentales», Editorial Cabaut, Buenos Aires 1917, pp. 13-14