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La media naranja

que la riqueza de esa mujer es el mayor obstáculo, quisiera como el Sardanápalo de Byron prender fuego á ese palacito y morir en los brazos de Clara, devorado por las llamas, menos horribles que la que me abrasa el corazón. Si, Enrique; por una hora de amor en los brazos de esa mujer, moriría risueño, porque esa hora seria la concentración de todas las dichas de mi vida.

»Me aconsejas que busque modo de hacerme presentar á Clara y que pruebe fortuna. ¡Imposible, Enrique, imposible! ¿Qué adelantaría yo con ello? Mi posición y mi orgullo me impedirían revelarle este amor, que su riqueza haria sospechoso. Estaría condenado á la humillante rivalidad de hombres de más posición, osadía, frivolidad y descaro que yo; sentiría los celos más horribles, sin el consuelo de castigar la insolencia irritante de adoradores afortunados. Además, quién sabe si esa Clara en quien hoy mi fantasía se complace en concentrar todas las perfecciones del tipo ideal, me aparecería frívola, coqueta y sin corazón, como suelen ser las mujeres hermosas, y vanidosa, arrogante y depravada, como suelen ser las mujeres opulentas.

»Nada, Enrique, esa mujer es una fruta prohibida para mi, y jamas extenderé una mano atrevida. Me contentaré con adorarla desde mi observatorio, con enviarla el suspiro de mi eterna tristeza, y si otro hombre conquista el corazón y la mano de esa mujer, me sepultaré en vida en cualquier rincón esperando que la muerte termine mis tormentos y el olvido esconda la ignorada historia de mi infortunio.

»He oido decir, que Alfonso de Acuña la hace la corte y obtiene una marcadísima preferencia por parte de Clara. Alfonso es aquel jerezano tan calavera y jugador que conociste en Sevilla, y que andaba á caza de mujer rica, fiado en su buena figura. Si se casa con Clara, probará que los más perdidos son siempre los más afortunados.

»Esta noticia me tiene abatido y celoso, y á confirmarse, no respondo de no pegar una paliza á ese botarate para romperle ó que me rompa el alma.

»Adiós, Enrique: compadece á tu infeliz é invariable

Gonzalo.»

Cerró Gonzalo la carta, se puso la levita y el sombrero, que había sobre su cama; tomó el bastón, miró la hora en su reló y salió precipitadamente de su cuarto.