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La media naranja — 293

Su ventana estaba sumida en sombra, lo que le permitía contemplar el cielo, los astros y el jardin más cómodamente, sin que el rayo directo de la luna hiriese demasiado sus ojos ni le denunciase á los indiscretos que pudieran sorprender su meditación.

Para las almas tristes y pensadoras, un baño de luna es una medida higiénica, un rayo de estrella es un bálsamo precioso. Las misteriosas contemplaciones de la noche dan al espíritu una serenidad, una beatitud angélica que el ruido de la vida no consiente; una lágrima vertida á la faz de los astros ¡redime de tantas bajezas! ¡consuela de tantos dolores! Un suspiro lanzado al infinito ¡eleva tantas esperanzas!

Ese baño celeste era el que tomaba Gonzalo en el momento en que el reló del cuartel de artillería del Retiro acababa de dar las once.

Gonzalo serenaba su corazón de la impresión dolorosa que recibió en paseo. Se bañaba en la claridad nocturna; con alas de poeta, nadaba por el espacio. Sobre el rayo de cada estrella veía mecerse la sombra pura y esplendente de Clara, y sonreía. Entre las copas de los árboles veia surgir la sombra de Alfonso, y lloraba.

Qué lágrimas y qué sonrisas tan amargas!

El jardin de Clara estaba tan poético, que aquel escenario estaba pidiendo á voces la estética presencia de dos amantes para completar el cuadro.

El ruido de una puerta que se abría hizo á Gonzalo bajar del cíelo á la tierra y fijar sus ojos en una mujer que apoyada en el brazo de un hombre bajó una corta escalinata, y por una alameda central se dirigió á una pequeña plazoleta con una estatua de Diana en el centro y dos bancos verdes á cada lado; plazoleta que justamente caía debajo de su ventana.

Gonzalo se bajó de la silla en que estaba encaramado, y á tientas, pues estaba sin luz, tomó su anteojo, que tenia sobre la mesa, volvió á subirse en la silla, y aplicando su telescopio de amor á las dos personas del jardin que ya se habían sentado en uno de los bancos, le graduó hasta que el cristal le permitió reconocer perfectamente á la hermosa Clara y al esbelto Alfonso.

— Son ellos! Maldición! — exclamó el infeliz poeta arrancándose un mechón de pelo, rechinando los dientes, apretando convulsivamente el anteojo y temblando de ira como un azogado.

No había en el cielo dos estrellas más chispeantes que sus dos